Relatos breves


- El reencuentro -


Había pasado parte de la noche trabajando en el ordenador con el fin de recuperar en lo posible aquella imagen antigua y un tanto desvaída, una imagen muy deseada que llevaba años tratando de encontrar y que sorprendentemente llegaba cuando ya había abandonado la búsqueda, en un inesperado correo enviado por una persona muy querida.
Pese a su antigüedad y su breve tamaño, había conseguido avivarla, corregir las manchas, reajustar valores y restaurar algunos desperfectos. A la mañana siguiente, una vez impresa, la enmarqué y después de envolverla salí decidida a la calle.
Busqué con impaciencia las llaves en el bolso pero infructuosamente y una vez más lamenté tener que llamar a la puerta. Disfrutaba a placer del tierno abrazo y la amplia sonrisa que acompañaba el gesto de sorpresa cuando llegaba sin previo aviso. Los segundos pasaban, pasaban muy lentos, sabía que era cuestión de tiempo, dentro de la casa los movimientos hacía tiempo que habían dejado de ser briosos como en otros tiempos y al cabo de unos minutos oí el sonido de sus pasos al otro lado de la puerta.
No me equivocaba, allí estaba el abrazo, la esperada sonrisa con esa dulce alegría en los ojos que iluminaba su cara por unos instantes, despejando el gesto contraído y la expresión concentrada y distante que ahora a menudo se reflejaba en su rostro.
En la cocina olía a café recién hecho, una taza humeaba aún sobre la mesa junto a las servilletas y las cajas de medicamentos.
- Sírvete una taza,... en el armario hay bizcochos y unas galletas de coco, come algo.
El azúcar siempre tan cerca, tan a  mano, la diabetes no había conseguido nunca desterrarlo de los armarios y con el tiempo, las temidas bajadas de glucosa lo habían hecho elemento indispensable.
- No, no te preocupes, ya he desayunado, sólo tomaré un poco de café, además eso puede esperar, antes quiero enseñarte algo.
- ¿Qué dices?, no te oigo, aún no me he puesto los audífonos… anda, tráemelos.
- Te decía que tengo algo para ti. Ten, dime si te gusta.
Con manos temblorosas cogió el pequeño paquete, le quitó el envoltorio y se quedó mirando la foto con una mirada muy atenta, incrédula y casi extasiada, sin que por unos instantes pudiera decir nada, su cara lo decía todo, hasta que la frase le brotó del alma:
- ¡Padre¡ ¡Cuánto tiempo! ¡Por fin, por fin, estás aquí!
 Besó la imagen, volvió a mirarla, y volvió a besarla,… Mientras, en su mente, bullían y se enlazaban cientos de historias entrañables del pasado que poco a poco acudían a sus labios y lentamente se desgranaban; unas muy dulces, otras más serias, todas contadas con una devoción y una ternura infinita que emocionaba.
Antes de despedirnos, colocó la foto sobre un mueble junto a otra imagen muy querida, querida y venerada. Las miró, me miró a mí  y con una intensa emoción me abrazó diciendo: - Ahora ya están juntos de nuevo -

Alma en verso
Noviembre-2013
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- El colegio y las mujeres de negro -



Voy deambulando por la clase, me aburro, me aburro mucho. En una mano llevo mi cartera y en la otra los lápices de colores que mi madre ha comprado para mí en la papelería. La clase es una sala enorme, alicatada de azulejos de un tono gris azulado que llegan hasta el techo, un techo que a mí me parece altísimo; hay muchos bancos para los niños y una mesa donde está sentada una mujer muy extraña, toda vestida de negro. - ¿Es una mujer? – Me pregunto. Su cara y sus manos son lo único visible de su cuerpo. Cuando está de pie, desde mi altura solo veo una tela negra, muy larga, con dos manos pegadas, y al final extrañamente enmarcada, una cara muy blanca. Su voz es suave pero enérgica. Tras mirarla atentamente cuando ella no lo advierte, deduzco que es mujer y no fantasma.
- Dámelos, ¡son míos!,  ¡he dicho que me los des! . Una niña me ha quitado los lápices de colores que tan celosamente guardo yo en mi mano. ¿Pero qué se ha creído? - ¡Plaff! - La bofetada se la había ganado a pulso, y se la di de forma rápida y certera, en plena cara y casi sin mirarla. Después y de manera resuelta y rápida recuperé mi más preciado bien. Cierto era que yo allí me sentía sola, sin apoyo de nadie, pero una cosa era clara: no iba a achantarme, no necesitaba a nadie que me defendiera.
El intenso olor a lápiz que impregnaba todo el centro se hacía sentir ya en el  umbral mismo de la puerta de entrada del edificio. Aquel olor se grabó por siempre en mi cerebro y terminó por convertirse en una desagradable pero necesaria voz de alerta diaria: “cuidado, estás entrando en terreno resbaladizo”.

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 A aquel centro asistí diariamente y sin remisión hasta los doce años, salvo periodos de vacaciones y ausencias por enfermedad típicamente infantil, unas veces real, otras que yo inventaba y que jamás engañaron a mi madre, quien en aquellos casos y al contrario de lo que podría suponerse, se mostraba permisiva, actitud que a menudo me causaba cierta sorpresa, por que mi madre, más que lista en muchos momentos era adivina, y tratándose de nuestra educación casi inflexible, por lo que aquella complicidad era siempre de agradecer.

Allí aprendí las primeras letras y números, a respetar la autoridad y las reglas, y sobre todo a rezar. Se rezaba a todas horas, cuando entrabas en clase, cuando salías, “El Ángelus” a las doce de la mañana y el rosario por la tarde. El mes de mayo, “mes de María”, era siempre  especialmente intenso en rezos y ceremonias religiosas. Los domingos era obligatorio asistir a la misa de la mañana, se pasaba lista al alumnado y la no asistencia podía ser castigada. Para entrar en la capilla, requisito imprescindible era llevar la cabeza cubierta con un velo, el olvido de éste llevaba consigo la prohibición de entrar en el recinto sagrado y la consiguiente penalización, lo que en algunos casos, para evitarse disgustos, muchas solucionaban robando el velo del bolsillo de alguna de aquellas batas de cuadros azules con rayas blancas, cuando las dejábamos colgadas en el pequeño vestidor. ¡Qué contradicción!, se nos inculcaba por activa y por pasiva la observancia de todos los sagrados mandamientos pero la férrea disciplina allí aplicada, llevaba en muchos casos y por instinto de supervivencia, a saltarse esas mismas reglas.


El Catecismo era aprendido al pie de la letra, con puntos y comas incluidos. Con frecuencia se organizaban campeonatos para incentivar el aprendizaje de tan sagrada materia. Delante de un nutrido número de monjas y alumnas se premiaba a aquella alumna que  cometía  menos errores al recitarlo.¡Qué pérdida de tiempo!, ¡cuanta tontería!. Yo gané uno de ellos, mi memoria fue siempre buena, y total, a mi, en aquel tiempo, me daba igual aprender aquello que las lecciones de ciencias naturales o cualquier otra asignatura.
                                          
Tanto y tanto catecismo, tanta misa y tanto rezo me llevaron después, en mis años de adolescencia, a declararme en rebelión frente al sacerdote que impartía Religión en el Instituto donde yo cursaba bachiller, ya lejos de aquel centro y de aquel pueblo. Quería aquel hombre obligarnos a hacer ejercicios espirituales en Semana Santa. ¿Pero es que era posible hacer aún más ejercicios espirituales de los que yo ya había hecho? Me negué en rotundo, no estaba dispuesta a pasar otra vez por el aro, y sin pensarlo más, alcé mi voz para que al menos se respetara el principio de libertad de cada uno a la hora de decidir participar o no, en aquel acto religioso, que de nuevo se presentaba como una obligación ineludible. Conseguí mi propósito, previa acalorada discusión en la que intervino toda la clase y tras declararme atea ante él, (cosa que yo nunca he sido, pues a pesar de vacilaciones y dudas, a pesar de no ser cristiana practicante desde entonces,  siempre me queda un hueco para mi personal idea de Dios, con el que he discutido y hasta me he enfrentado con absoluto descaro con  demasiada frecuencia, pero si de verdad existe y realmente se parece al que yo imagino, sabrá comprender). Una cosa quedó clara para siempre a partir de entonces: nadie podría nunca más obligarme a creer ni manipularme para participar en ningún acto religioso.

Nada sabía yo entonces de si se podía o no, reclamar derechos individuales tan naturales, es obvio que ni me lo pregunté, afortunadamente no hubo represalias pero sí la preocupación, que me embargó por varios días, de que mis padres recibieran una citación. No tardaría en enterarme de cual era entonces la situación de los derechos no solo individuales, que por mi condición de mujer parecían más recortados, y que había que rescatar, también de otros de carácter social que en este país estaban prohibidos en aquella época.

Mi crisis de fe y de creencias religiosas era algo que podía haberse anunciado con total anticipación, una reacción lógica frente a tanta insistencia, tanta intromisión y tanta manipulación. Este estado de cosas unido al hecho de que mi padre, por aquel entonces, había estado apunto de ser seriamente perjudicado por la falsedad de un miembro eclesiástico, dio afortunadamente al traste con tantos años de formación religiosa y monjil. Algún tiempo después tuve muy clara la distinción entre iglesia y doctrina, la primera no me infundía mayor respeto y de la segunda salvé pocas cosas, la idea de un Dios, lo demás fue siendo sustituido paulatinamente por un código ético personal, que no es más cómodo ni menos exigente, pero si más coherente, a mi entender. ¿Cuántas crisis de fe no se producirían en aquellos tiempos en España?, supongo que La Iglesia perdió entonces y en años sucesivos muchos fieles, había gozado de demasiados privilegios durante demasiado tiempo, amparada por otro poder dictador e inquisidor, que afortunadamente comenzaba a agonizar.   

Publicado por Alma en el verso


- Mi encuentro con la poesía -



Tarde de invierno, silencio en el aula, la hermana Ángela vigila desde su mesa que ninguna mirada se pierda en otra cosa que no sea la página del libro de estudio, la luz que entra por la ventana es triste y el tiempo transcurre pesado y lento. Levanto los ojos, me aseguro de no ser vista y a hurtadillas miro tras los cristales el pequeño claustro, por un momento me quedo ahí suspendida y por fin y ya sin ningún temor miro abiertamente como cae la lluvia sobre la pequeña escultura que hay en el centro, es una pareja de niños que lee un libro bajo un paraguas, (ninguna otra imagen podía estar más en consonancia), no puedo por menos que desear ser yo quien esté bajo un paraguas y caminando por las calles,  por unos momentos mi mente vuela pero una voz seca me llama al orden y vuelvo con rapidez pero con cierta desgana al libro que tengo sobre la mesa.
Continuo con la lectura y al girar la página… ¡zas! ¡ahí estaba él!, un poema de Antonio Machado que ya nunca olvidé, lo leí con verdadero placer una y otra vez, venía ilustrado con una imagen que guardo aún en mi mente, el poema era éste:

RECUERDO INFANTIL

 Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.

 Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.

 Con timbre sonoro y hueco
truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.

 Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón.

 Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.

 Antonio Machado

 ¿Coincidencia? ¿azar del destino?... nada en aquel momento podía haber expresado mejor lo que yo sentía, la situación era exacta la mía: una tarde oscura y fría, la lluvia, la clase, los estudiantes y esa monotonía, esa sórdida monotonía que Antonio Machado no se sabe como, se encargaba de expresar y poner delante de mis ojos como si adivinara lo que yo sentía.
Un momento inefable, me pareció un auténtico milagro que alguien que no estuviera donde yo estaba supiera describir con tanta fidelidad la escena y expresar con tanto acierto mis sentimientos, amén de que ese descubrimiento tuviera lugar en ese justo momento. Poco después me dediqué a pasar todas las páginas de mi libro en busca de más poemas como si en ello me fuera la vida… empezaba mi afición a la poesía y empezaba de la mano de un gran poeta. Hoy tengo que dar las gracias a Antonio Machado, a todos los poetas que tanto han aportado a mi vida y a la poesía, desde entonces una necesaria constante en mi vida.

Alma en el verso

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